Por Nicolás Lynch
Vivimos en estos días
uno de esos momentos altos en el espasmódico debate sobre la Universidad
Peruana.
Una vez más el
intercambio está mal planteado, no se trata de una ANR heroica que defiende la
autonomía universitaria contra un anteproyecto malvado que busca intervenir las
universidades, no.
El asunto de fondo es la
monumental crisis por la que atraviesa la Universidad Peruana, toda, la pública
y la privada, por una causa central: el abandono del Estado. Este abandono ha
permitido una hipertrofia del conjunto, multiplicándose las universidades por
quince y los estudiantes por treinta y respondiéndose a la demanda por
educación superior sin proyecto y sin recursos. Dos han sido los actores en
este proceso, los políticos irresponsables que han creado universidades
públicas para mantener contenta a su clientela electoral y los amantes del
negocio rápido que han encontrado en esta actividad un filón más para hacer
plata. El resultado es la tragedia que vivimos, salvo contadísimas excepciones
hoy no se enseña, ni se investiga, ni menos se proyecta la universidad a la
sociedad. Simplemente se vegeta.
La crisis ha sido
drásticamente empeorada quince años atrás con el decreto legislativo de la
dictadura de Fujimori y Montesinos sobre la inversión privada en la educación,
que permitió la creación de las universidades-empresa. Nadie sabe cuántas son:
cincuenta, setenta, noventa; pero se han multiplicado con la velocidad del afán
de lucro, introduciendo un nuevo factor a la crisis comentada, el de la
mercantilización de la educación superior. Por algo estaban prohibidas en el
país y lo están en la mayor parte del mundo. Me refiero a la incompatibilidad
entre la creación de conocimientos, función primordial de la universidad y el
objetivo de la ganancia, natural en quien pone una empresa.
Ahora, nos seguimos
enfrentando a la necesidad de reformar la Universidad para que vuelva a servir
a sus fines de enseñanza, investigación y proyección social. En este empeño, un
punto primordial es la autonomía universitaria para que la institución pueda,
efectivamente cumplir sus fines antedichos. La autonomía es tan vieja como la
Universidad y está relacionada con la necesidad de contar con una institución
lo suficientemente independiente para que pueda debatir los problemas, crear
conocimiento y opinar sobre el desarrollo de nuestras sociedades.
Sin embargo, el actual
concepto de autonomía data de la reforma de Córdoba de 1918 y se entiende como
autonomía frente al Estado Oligárquico que impedía el desarrollo de la
Universidad. A esta realidad corresponde la Asamblea Nacional de Rectores
(ANR), organismo coordinador que es más representante de un colegiado que una
autoridad del sistema. La realidad de la reforma de Córdoba ya no existe más y
la Universidad ya no está, necesariamente, confrontada con el Estado, sino que
debería buscar ser parte de la construcción de una sociedad democrática. Por lo
tanto, su autonomía no puede significar autarquía. Esto último ha
permitido, en especial por el deterioro de los últimos años, que en las
universidades públicas se desarrollen mafias expertas en usufructuar las
pobrezas universitarias y que en las privadas proliferen las “universidades
garajes” con carreras de “tiza y pizarra” para esquilmar la ingenuidad de la
creciente demanda por educación superior. La ANR ha fracasado en cualquier
empeño de poner orden en este concierto.
De allí que en el debate
de los últimos años se desarrollara la idea de un organismo supra
universitario, por encima de las universidades individuales pero como parte del
conjunto, que se constituyera como autoridad del sistema. Así, con otros
académicos hemos planteado en muchas oportunidades la necesidad de un Consejo
Nacional Universitario, que surgiera como propuesta de las universidades más
antiguas y los colegios profesionales, para ser ratificado por el Congreso de
la República. De manera tal que tuviera un origen universitario y profesional y
contara con una ratificación democrática. Este Consejo debería cumplir con las
funciones de la coordinación, autorización de funcionamiento y evaluación
universitarios. En resumen, un organismo que pudiera dar la calidad que
las universidades individuales, desafortunadamente, no se pueden dar.
El error del actual
anteproyecto en discusión es el origen y la composición de lo que llama
“autoridad nacional universitaria”. Primero, señala que esta autoridad debe ser
nombrada por el Poder Ejecutivo, soslayando al Congreso de la República que es
el órgano deliberativo más importante. Y segundo, pone en la composición a
delegados de la CONFIEP, el MEF y el Ministerio de Educación. Es decir,
desnaturaliza la propuesta anterior dándole un carácter privatista y
autoritario, porque de esta manera difícilmente se podrá conducir a la
Universidad Peruana por un camino distinto al modelo económico dominante o al
que tenga el gobierno de turno. En este sentido, tienen razón los críticos
cuando dicen que atenta contra la autonomía universitaria, porque deja el ámbito
propio de la universidad para introducir intereses ajenos al quehacer
académico, como son los del dinero y el poder político.
Hay necesidad de una
nueva ley universitaria que acometa la tarea de la reforma en los tiempos
actuales. Hay necesidad también de una autoridad del sistema universitario, pero
que sea universitaria, sin injerencia –más allá de la ratificación
democrática del Congreso- de poderes externos a la universidad que quieren
terminar de devorarla para avanzar sus fines subalternos.
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